Cuando los Rolling Stones llegaron a La Habana

Carol Zardetto

24 Un giro del azar pone en nuestro camino un viejo cine. Las puertas están abiertas en aquel edificio, cuya característica arquitectura de los años cincuenta es un guiño al pasado.  Nos atrae como un imán. Allí, en un pequeño escritorio que sirve de recepción, una mujer descomunal se entretiene, ensimismada, garabateando un cuaderno.  Es tremendamente grande, tiene el pelo cortado al ras del cráneo y una blusa de colores estridentes hace brillar su piel, intensamente negra. Al vernos, estira un poderoso brazo de púgil. Al final ese brazo, se extiende una mano increíble, con largos dedos y cinco fantásticas uñas: larguísimas, pintadas de amarillo fuerte,  decoradas con diseños geométricos de un dorado brillante. Hoy el cine está cerrado al público, dice con una voz masculina que nos hace dudar: ¿será un hombre? Venimos de la Escuela de cine, repetimos la frase que nos ha abierto todas las puertas.  ¿Podríamos ver la sala? Nos mira con desconfianza, levantando de la silla su gran estatura de basquetbolista. Justo ahora hay una reunión, dice metiendo en medio un pretexto.  Si quieren verla, deben hablar con mi jefe.  Regresen en una hora, cuando se desocupe. Será muy tarde entonces, reiteramos la petición. En un rato nos recoge el bus de la Escuela. ¿Y si nos deja echar un vistazo? La mujer está más seria que un bloque de cemento. Laura le hace uno de sus gestos melosos más efectivos y entonces esboza una sonrisa forzada. Bueno, si se asoman en silencio, pueden verla... Pero, no más de un minuto, ¿eh? La sala tiene una belleza desconcertante.  Es amplia y alrededor de quinientas butacas rojas se alinean como un disciplinado ejército que espera la orden para movilizarse.  En el techo, largos trechos destruidos se abren a la oscuridad de un tapanco. Dentro de sus profundidades aéreas, se adivina el sordo aletear de los murciélagos. Al fondo,  cruzada de largos lamparones (causados quizá por las goteras), la pantalla brilla con un blanco estertor.  La suciedad y la destrucción,  aunadas a una cierta imborrable nobleza, hacen de aquella sala un lugar dolorosamente nostálgico. Algo difícil de nombrar se impone sobre las obvias circunstancias del abandono. Se me ocurre llamarlo dignidad. Intuyo que este lugar no estará callado para siempre.  La quietud no puede ser definitiva y de muerte. Tiene que ser una pausa.  La pausa que deja un movimiento detenido, una mueca que se congela provocando expectación. ¿Cuándo se pondrá en marcha otra vez el paso desconfiado o firme, la bofetada, el cuchillo de una mirada, el beso infantil o perverso, la sonrisa engañosa… en fin: toda la infinita posibilidad de gestos por los que se desagua el alma y que ahora cuelgan artificialmente del vacío? ¿Cuándo volverá a habitar esta sala el fluir interminable de esa historia, infinitamente repetida, pero que nunca cansa? Como en el río de Heráclito, las renovadas aguas de la emoción tienen siempre un sabor recién nacido. Abajo de la pantalla, hay un escenario.  Sentados en una mesa,  un grupo de personas se enfrasca en una alborotada discusión. Su algarabía no interrumpe la sensación de vacío o el silencio. La sala se deja hacer por los intrusos, como en un sueño de ignominia donde una mujer ausente se deja manosear por un puñado de ciegos. Ella es dócil, pero impenetrable.

Carol Zardetto es escritora guatemalteca, de profesión abogada. Fue viceministra de Educación y cónsul general de Guatemala en Vancouver, Canadá. Es autora de cuentos, ensayos literarios y políticos. También ha escrito teatro y crítica teatral en la columna Butaca de dos, publicada en el periódico Siglo XXI. Es columnista de elPeriódico desde el año 2007. Ha escrito guiones para varios documentales. Su cortometraje La flor del café fue nominada a mejor corto documental en el Festival Ícaro de Cine en el año 2010. Con Pasión Absoluta, su primera novela, fue galardonada en el año 2004 con el Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo. El discurso del loco. Cuentos del Tarot (2009) fue su segunda obra publicada. Elaboró el libreto para la ópera Tatuana (2011). En 2016, bajo el sello Alfaguara, publicó La ciudad de los minotauros.

Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, 1968.

Nanuk, el esquimal. Robert J. Flaherty, 1922.

El hombre de la Cámara. Dziga Vertov, 1929.

Olympia I. Leni Riefenstahl, 1938.

Olympia II. Leni Riefenstahl, 1938.

Crónica de verano. Edgar Morin y Jean Rouch, 1961.

Las estatuas también mueren. Chris Marker y Alain Resnais, 1953.

Yo, un negro. Jean Rouch, 1958.

Por primera vez. Octavio Cortázar, 1969.

Moscú no cree en lágrimas. Vladimir Menshov, 1979.

Soy Cuba. Mikhail Kalatozov, 1964.

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