Capítulo 1

El enigma de la habitación 622

Joël Dicker

Nació en Suiza en 1985. Tras su primera novela, Los últimos días de nuestros padres (Alfaguara, 2014), ganadora en 2010 del Premio de los Escritores Ginebrinos, publicó la aclamada La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara, 2013), fue galardonada con el Premio Goncourt des Lycéens, el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, el Premio Lire a la mejor novela en lengua francesa y, en España, fue elegida Mejor Libro del Año según los lectores de El País y mereció el Premio Qué Leer al mejor libro traducido y el XX Premio San Clemente otorgado por los alumnos de bachillerato de varios institutos de Galicia. Traducida con gran éxito a treinta y tres idiomas, se convirtió en un fenómeno literario global. Posteriormente, en El Libro de los Baltimore recuperó a Marcus Goldman como protagonista.

1. Flechazo

A principios de verano de 2018, cuando acudí al Palace de Verbier, un prestigioso hotel de los Alpes suizos, estaba lejos de imaginar que me iba a pasar las vacaciones resolviendo el crimen que se había cometido en el establecimiento muchos años antes.
Supuestamente, mi estancia allí iba a ser un ansiado respiro después de dos cataclismos a pequeña escala que habían acontecido en mi vida personal. Pero antes de contaros lo que pasó ese verano, tengo que volver primero a lo que dio origen a toda esta historia: la muerte de mi editor, Bernard de Fallois.
Bernard de Fallois era el hombre a quien le debía todo.
El éxito y la fama los había conseguido gracias a él.
Me llamaban «el escritor» gracias a él.
Me leían gracias a él.
Cuando lo conocí, yo era un autor a quien ni siquiera habían publicado: él hizo de mí un escritor leído en el mundo entero. Con su aspecto de patriarca elegante, Bernard había sido una de las personalidades más destacadas del mundo editorial francés. Para mí fue un maestro y, sobre todo, pese a llevarme sesenta años, un gran amigo.
Bernard falleció en el mes de enero de 2018, a los noventa y un años, y reaccioné a su muerte como lo habría hecho cualquier escritor: me lancé a escribir un libro sobre él. Me entregué a ello en cuerpo y alma, encerrado en el despacho de mi piso del 13 de la avenida de Alfred-Bertrand , en el barrio de Champel de Ginebra.
Como siempre que estaba escribiendo, la única presencia humana que podía tolerar era la de Denise, mi asistente. Denise era el hada buena que velaba por mí. Siempre de buen humor, me organizaba la agenda, seleccionaba y clasificaba la correspondencia de los lectores, y releía y corregía lo que yo había escrito. Llegado el caso, me llenaba la nevera y me reponía las provisiones de café. Y, para terminar, se adjudicaba cometidos de médico de a bordo, presentándose en mi despacho como si subiera a un barco después de una travesía interminable, y me prodigaba consejos de salud.
—¡Salga de aquí! —me ordenaba afectuosamente—. Vaya a dar una vuelta por el parque para ventilarse las ideas. ¡Lleva horas encerrado!
—Ya fui a correr esta mañana —le recordaba yo.
—¡Tiene que oxigenarse el cerebro a intervalos regulares! —insistía.
Era casi un ritual cotidiano: yo obedecía y salía a la terraza del despacho. Me llenaba los pulmones con unas cuantas bocanadas del aire fresco de febrero y luego, desafiándola con una mirada guasona, encendía un cigarrillo. Ella protestaba y me decía con tono consternado:
—Que lo sepa, Joël, no le pienso vaciar el cenicero. Así se dará cuenta de cuantísimo fuma.
Todos los días me imponía a mí mismo la rutina monacal que seguía cuando estaba dedicado a escribir y que constaba de tres etapas indispensables: levantarme al alba, ir a correr y escribir hasta por la noche. De modo que, indirectamente, fue gracias a este libro como conocí a Sloane. Sloane era mi nueva vecina de rellano. Se había mudado hacía poco y desde entonces todos los residentes del edificio hablaban de ella. Por mi parte, nunca había tenido ocasión de conocerla. Hasta esa mañana en que, al volver de mi sesión diaria de deporte, me topé con ella por primera vez. Ella también venía de correr y entramos juntos en el edificio. Entendí en el acto por qué todos los vecinos coincidían al hablar de Sloane: era una joven con un encanto que te dejaba sin recursos. Nos limitamos a saludarnos educadamente antes de meterse cada cual en su casa. Yo me quedé alelado detrás de la puerta. Me había bastado ese breve encuentro para empezar a enamorarme.

Al poco tiempo, solo tenía una cosa en mente: conocer a Sloane.
Intenté un primer acercamiento aprovechando que los dos salíamos a correr. Sloane lo hacía casi todos los días, pero sin horario fijo. Me pasaba horas deambulando por el parque Bertrand hasta que perdía la esperanza de encontrármela. Y, de pronto, la veía pasar fugazmente por una avenida. Por regla general, me resultaba imposible alcanzarla y la esperaba en el portal de nuestro edificio. Me impacientaba delante de los buzones y fingía que estaba recogiendo el correo cada vez que un vecino entraba o salía, hasta que por fin llegaba ella. Pasaba delante de mí, sonriéndome, y yo me derretía y me quedaba tan turbado que, antes de que se me ocurriera algo inteligente que decirle, ya se había ido a casa.
Fue la portera, la señora Armanda, la que me informó sobre Sloane: era pediatra, inglesa por parte de madre, y su padre era abogado, había estado casada dos años pero no salió bien. Trabajaba en los Hospitales Universitarios de Ginebra y alteraba el horario diurno y el nocturno, por eso me costaba tanto entender su rutina.

Después del fracaso de no coincidir con ella cuando salía a correr, decidí cambiar de método. Le encomendé a Denise la misión de vigilar el pasillo por la mirilla y avisarme cuando la viera aparecer. En cuanto oía las voces de Denise («¡Está saliendo de casa!»), yo salía corriendo del despacho, peripuesto y perfumado, y me plantaba a mi vez en el rellano, como por casualidad. Pero lo más que hacíamos era saludarnos. Ella solía bajar a pie, lo que impedía entablar cualquier conversación. Y aunque le pisaba los talones, ¿de qué me servía? En cuanto Sloane llegaba a la calle, desaparecía. Las poquísimas veces que cogía el ascensor, yo me quedaba mudo y en la cabina reinaba un silencio incómodo. En ambos casos, yo volvía a subir a casa con las manos vacías.

—¿Y bien? —me preguntaba Denise.
—Pues nada —mascullaba yo.
—Pero, Joël, ¿cómo puede ser tan inútil? ¡A ver si nos esforzamos un poquito!
—Es que soy algo tímido.
—¡Venga ya, déjese de monsergas! En los platós de televisión no se le nota nada tímido.
—Porque a quien ve usted por televisión es al Escritor. Pero Joël es muy distinto.
—¡Pero vamos a ver, Joël, tampoco es tan complicado! Llama usted a la puerta, le regala unas flores y la invita a cenar. ¿Le da pereza ir a la floristería, es eso? ¿Quiere que me encargue yo?
Entonces llegó esa noche de abril, cuando fui a la Ópera de Ginebra, yo solo, a ver la representación de El lago de los cisnes. Y hete aquí que en el entreacto, al salir a fumar un cigarrillo, me topé con ella. Cruzamos unas palabras y, como ya estaba sonando el aviso para volver a la sala, me propuso ir a tomar algo juntos después del ballet. Quedamos en el Remor, un café a unos pasos de allí. Así fue como Sloane entró en mi vida.
Sloane era guapa, divertida e inteligente. Sin lugar a dudas, una de las personas más fascinantes que he conocido. Después de la noche del Remor, la invité a salir varias veces. Fuimos a conciertos y al cine. La llevé a rastras a la inauguración de una exposición de arte moderno infumable donde nos dio un ataque de risa y de la que salimos huyendo para ir a cenar a un restaurante vietnamita que le encantaba. Pasamos varias veladas en su casa o en la mía, escuchando ópera, charlando y arreglando el mundo. Yo no podía dejar de comérmela con los ojos: estaba postrado ante ella. Cómo entornaba los ojos, cómo se retocaba el pelo, cómo sonreía levemente cuando algo le daba apuro, cómo jugueteaba con los dedos de uñas pintadas antes de hacerme una pregunta. Me gustaba todo de ella.
No tardé en pensar solo en ella. Tanto es así que aparqué temporalmente el libro.
—Ay, Joël, está usted en las nubes —me decía Denise al comprobar que ya no escribía ni una línea.
—Es por Sloane —explicaba yo delante del ordenador apagado.
No veía el momento de estar con ella y reanudar nuestras conversaciones interminables. No me cansaba nunca de oírle contar su vida, qué la apasionaba, qué le apetecía y a qué aspiraba. Le gustaban las películas de Elia Kazan y la ópera.
Una noche, después de cenar con mucho vino en una cervecería del barrio de Pâquis, acabamos en el salón de mi casa. Sloane contempló, divertida, los adornos y los libros de las estanterías de la pared. Estuvo mucho rato mirando un cuadro de San Petersburgo que había sido de mi tío abuelo. Luego les dedicó otro buen rato a las bebidas fuertes del mueble bar. Le gustó el esturión en relieve que decoraba la botella de vodka Beluga y lo serví en un par de vasos con hielo. Encendí la radio, el programa de música clásica que escuchaba muchas noches. Me desafió a identificar al compositor que estaba sonando. Fácil, era Wagner. Así que me besó con La valquiria y me acercó a ella tirando de mí y susurrándome al oído que me deseaba.
La relación duró dos meses. Dos meses maravillosos. A lo largo de los cuales, sin embargo, el libro sobre Bernard fue recuperando terreno. Al principio aproveché las noches en que Sloane tenía guardia en el hospital para adelantarlo. Pero cuanto más adelantaba, más me metía en la novela. Una noche, Sloane sugirió que saliéramos: por primera vez, no acepté la oferta. «Tengo que escribir», le expliqué. De entrada, Sloane fue de lo más comprensiva. También ella tenía un trabajo que a veces la tenía más ocupada de lo previsto.
Y entonces rechacé salir por segunda vez. Tampoco en esta ocasión se lo tomó a mal. Tenéis que entenderme: me encantaba cada instante que pasaba con Sloane. Pero tenía la sensación de que iba a estar con ella para siempre, de que esos momentos de complicidad se repetirían indefinidamente. Mientras que la inspiración para una novela podía esfumarse tan rápido como había surgido, y la ocasión la pintan calva.
La primera pelea se produjo una noche a primeros de junio, cuando, después de acostarnos, me levanté de la cama para vestirme.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
—A mi casa —contesté con toda naturalidad.
—¿No te quedas a dormir?
—No, quiero escribir un rato.
—O sea, que vienes, te desfogas y hasta la próxima.
—Tengo que adelantar la novela —le expliqué, contrito.
—¡No me digas que te vas a pasar todo el rato escribiendo! —estalló—. ¡Te tiras con eso todo el día, hasta última hora de la tarde, y después de cenar, e incluso los fines de semana! ¡Esto se está saliendo de madre! Ya no me propones hacer nada.
Noté que nuestra relación se iba apagando tan deprisa como había prendido. Tenía que hacer algo. Por eso, al cabo de unos días, la víspera de marcharme a una gira de diez días por España, llevé a Sloane a cenar a su restaurante favorito: el japonés del Hôtel des Bergues, cuya terraza estaba en la azotea del establecimiento y tenía unas vistas a la rada de Ginebra que quitaban el hipo. Fue una velada de ensueño. Le prometí a Sloane ser menos escritor y más «nosotros», insistiendo una y otra vez en lo mucho que significaba ella para mí. Incluso empezamos a planear irnos juntos de vacaciones en agosto a Italia, un país que a los dos nos gustaba especialmente. ¿Mejor la Toscana o Apulia? Ya lo investigaríamos cuando volviera de España.
Nos quedamos en la mesa hasta que cerraron el restaurante, a la una de la madrugada. Era una noche templada de finales de primavera. Durante la cena, tuve la extraña sensación de que Sloane estaba esperando algo de mí. Y en el momento de irnos, cuando me levanté de la silla y los empleados comenzaron a pasar la fregona por la terraza a nuestro alrededor, Sloane me dijo:
—¿A que se te ha olvidado?
—¿Olvidado qué? —pregunté.
—Hoy era mi cumpleaños…

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