Capítulo 1

Hay pocas muertes enteras.
Los cementerios están llenos de fraudes.
Las calles están llenas de fantasmas.

ROBERTO JUARROZ


There is a panther stalks me down:
one day I’ll have my death of him;
his greed has set the woods aflame,
he prowls more lordly than the sun.

SYLVIA PLATH

1. Tokyo

     Desde que anduvo perdida entre las tumbas del panteón quemado en busca de sus padres, Karina siente que el polvo de una tragedia cósmica le atrofia el pensamiento. Teme estar perdiendo la memoria, como si la vejez de Rebeca, su abuela, fuera una enfermedad contagiosa. Hace dos meses que se le pierden las llaves, olvida pagar las cuentas —cortaron la luz de su departamento un sábado de julio cuando acababa de encender la lavadora—, sale sin paraguas a la calle. El día de su cumpleaños dejó la cafetera en el fuego hasta que el mango comenzó a gotear plástico negro sobre la estufa. Antier hizo que el universo colapsara frente al seminario de gravitación cuántica —tardó un buen rato en darse cuenta de que se había equivocado al escribir la longitud de Planck—. Hoy no logra recordar si le avisó a su abuela Rebeca que volverá bastante tarde porque Mila, su mejor amiga de la infancia, la invitó a una fiesta mexicana para celebrar el Grito de Independencia.

     —No mames —dice Mila—. Qué rico está este sushi.
     Karina tiene veinticinco años y Rebeca acaba de cumplir noventa. Una siente que su vida se tarda mucho en comenzar, la otra se desespera porque no llega la muerte.
     —¿Verdad? En ningún lado lo hacen como aquí —Karina había vencido la tentación de pedir chutoro, la carne más sabrosa del atún, porque leyó que los pocos atunes que  sobrevivían en el Pacífico estaban repletos de microplásticos y metales pesados—. No había venido desde hacía años —su exnovio Mario la invitó a cenar aquí en su tercera cita.

     —Nunca había venido a la Zona Rosa —dice Mila—. Literal pensé que había puros antros de mala muerte.
     —Este restaurante lleva siglos aquí —el restaurante Tokyo es un fósil viviente de la época en que este barrio era el corazón bohemio de la ciudad; hablar de siglos suele ser una exageración retórica que, si estuvieran en Japón, podría resultar pertinente: Karina ha leído que los hoteles, tiendas y restaurantes más antiguos del mundo se encuentran en ese país insular que la obsesiona desde la adolescencia.
     —Está buenísimo. Como a Rosi no le gusta el sushi ya nunca voy —Rosi es la novia de Mila, a quien Karina todavía no conoce.
     Mientras su amiga remoja un trozo de sushi en la salsa de soya —la gravedad es tan débil que la capilaridad basta para que la salsa ascienda entre los recovecos del arroz pegajoso—, Karina ve la hora. Son las nueve y cuarto de esta noche de jueves 15 de septiembre de 2030 —aunque la cuenta cristiana de los años resulta útil para fechar conquistas,  independencias, epidemias, biografías y graduaciones, su pequeña escala disimula la verdadera edad de la Tierra, las más de cuatro mil quinientas millones de veces que ha girado alrededor del sol.

     —Oye, déjame hablarle a mi abuela para ver cómo está. No me acuerdo si le avisé que iba a salir contigo.
     Mila le llamó hace diez días para felicitarla por su cumpleaños. Acordaron festejarlo hoy porque ambas estaban muy ocupadas. Karina aceptó ir a la fiesta después de cenar porque necesita distraerse del doctorado y de la pesadilla colectiva desatada por el incendio del Bosque de Chapultepec.
     —Doña Rebe —exclama Mila con ternura—, hace años que no la veo. ¿Crees que se acuerde de mí?
     La ola de calor que arrasó el país en la primavera revolcó a la capital una noche de mayo. No había llovido en meses. Era la peor sequía registrada.

     —Obvio sí —Karina sostiene el aparato contra la oreja—. Siempre le has caído súper bien.
     El Bosque de Chapultepec se convirtió en el pastel de cumpleaños de una civilización que festejaba su bochornoso ingreso en la tercera edad. Los bomberos y soldados tardaron cuatro días en apagar todas las velas. El humo se quedó flotando sobre el valle varias semanas.

     —Porque no sabe que tú eras mi crush —dice Mila—, si no, imagínate —a Karina le halaga que su amiga se haya enamorado de ella cuando estudiaban la secundaria.
     El fuego comenzó en el Panteón Civil de Dolores, donde están enterrados los papás de Karina desde hace dieciocho años. Una hoguera truculenta —la pira sacrificial de un sacerdote cuya identidad todavía no se confirma— fue el origen del siniestro que arrasó con seiscientas cincuenta hectáreas de vegetación reseca y enferma, novecientos mil sepulcros descuidados, la fachada de siete museos y la fauna recluida en el zoológico.

     —Eso no lo supo —dice Karina mientras escucha el timbre de espera del teléfono—, pero sí le dije que te dejara de preguntar si ya tenías novio porque no te gustaban los hombres.
     Por la mañana del lunes 26 de mayo, Karina vio con horror los videos tomados desde los rascacielos del Paseo de la Reforma. Como espuma de una cerveza agitada por la sed alcohólica de la ciudad reseca, el incendio rebasó las bardas del cementerio público y se derramó con prisa sobre el bosque. Primero se creyó que el fuego no podría cruzar los dieciséis carriles asfaltados del Periférico, pero el incendio engendró su propia tormenta eléctrica y los rayos llevaron el fuego al otro lado de la vía rápida.
     —¿En serio? ¿Y qué te dijo? —pregunta Mila con sorpresa—. Nunca me habías contado.

     Karina no está acostumbrada a ponerse aretes, por lo que el ruido de los choques de la arracada de plata contra la pantalla del celular la desconcierta.
     Su abuela no contesta. Al colgar confirma haberle llamado a “Vera R” —para evitar extorsiones, si llegaran a robarle su celular,
bautizó el contacto de su casa con el nombre de la astrónoma que descubrió la  incongruencia entre la masa visible de las
galaxias y su velocidad de rotación. A Vera Rubin le atribuyen el descubrimiento de la materia oscura, pero Karina está convencida
de que esa sustancia es un mito y que el extraño comportamiento galáctico que descubrió la astrónoma a la que le está llamando se puede explicar mejor con una nueva teoría de la gravitación universal, como la que ella misma está construyendo.

     —¿Qué? Perdón.
     Vuelve a marcar, esperando que su abuela ya se haya acercado lo suficiente al teléfono para alcanzar a contestarlo. Hace tiempo le compró un aparato inalámbrico, pero siempre se quedaba sin pila y la artritis le impedía a la anciana marcar los botones para contestar y hacer llamadas. Tras el fiasco, Karina reconectó el teléfono de disco con el que su abuela llevaba cuarenta años, una reliquia de baquelita amarilla cuyo auricular es tan pesado que podría usarse como mancuerna para fortalecer los bíceps, lo cual ayuda a evitar que se quede mal colgado.

     —¿Qué dijo tu abue cuando le contaste que no me gustan los vatos?
     Uno, dos, tres, cuatro timbres y se activa el buzón de voz que Karina nunca ha abierto.
     —No me acuerdo —dice Karina, distraída, pensando en que su abuela a veces llama al 030 para pedir la hora y se enfrenta con la penosa realidad de que la compañía telefónica ya no ofrece ese servicio.
     Cuando se enteró de que se había quemado el panteón donde estaban enterrados su hijo y su nuera, Rebeca se empeñó en llamarle a su sobrino Francisco para pedirle que fuera a ver si la tumba estaba bien. Karina le tuvo que repetir varias veces que la policía había desalojado las colonias aledañas al bosque y que nadie podía acercarse sin autorización a la zona.

     —Bien linda —dice Mila—, me acuerdo que le encantaba llevarnos a comer helado —ellas pedían helado de limón o de frambuesa, su abuela de rompope. Era la única forma aceptable de ingerir alcohol cuando estaba a cargo de dos niñas de diez años de edad.
     —Sí. Todavía le encanta —Karina marca por tercera vez a Vera R.
     —¿No te contesta?
     —No —dice Karina con una vocal prolongada por la inquietud.
     —Seguro está hablando con alguien. Me acuerdo que era súper platicadora.

     Desde hace muchos años las únicas personas que llaman al departamento son los vendedores telefónicos y la propia Karina, para recordarle a su abuela que le dejó un tamal dentro del microondas o que se tiene que tomar las pastillas que le dejó en un platito junto a un vaso de agua en la repisa. Nadie más le llama a Rebeca: sus hermanas y comadres ya murieron. Francisco, el único pariente que tienen en la ciudad, sólo las busca en diciembre para invitarlas a cenar en Nochebuena. Aparte de su sobrino,
la única persona con la que Rebeca socializa es su vecina Maru, que aprovechó el puente festivo del 16 de septiembre para visitar a su familia de Celaya.

     —Pero no suena ocupado, sólo no me contesta —ya tuvo tiempo suficiente para levantarse de la cama o salir del baño; todavía es temprano y su abuela nunca se acuesta antes de las once—. Está raro —hace años que su abuela ya no se  embriaga; no tiene fuerza para salir a la calle ni dinero para encargar que le compren su adorado whisky—. Ya me preocupé.

     A Rebeca le gusta llamarle a su vecina para invitarla a comer tlacoyos o a tomar chocolate. Karina la deja leer el número impreso en letras enormes y marcar los diez dígitos como un ejercicio psicomotriz. Su abuela se equivoca con frecuencia. A veces le contestan personas desconocidas, a veces una voz tan amable como sintética le informa que “El número que usted marcó no existe”. Aunque sabe que se trata de una grabación automática, la anciana se disculpa con ella y vuelve a empezar el calvario anacrónico de girar el disco diez veces. Karina teme que un día su abuela llegue a ser tan olvidadiza que se pase media hora girando el disco y termine llamando a otro continente, planeta, galaxia o dimensión —¿qué clase de números, se llegó a preguntar con su exnovio, harían falta para llamar a los dioses? ¿La raíz cuadrada de menos uno, todos los decimales de Pi, los números transfinitos de Cantor?
     —No te preocupes —le dice Mila—. Seguro se quedó dormida o algo.
     O algo: con la ceguera y los achaques, el tedio y los duelos acumulados, su abuela le llama a la muerte cada vez más seguido. Karina sospecha que ya le contestó.

Autor

Jorge Comensal (México, 1987) es narrador y ensayista. Ha publicado Las mutaciones (2016), novela traducida a una decena de lenguas, y el ensayo Yonquis de las letras (2017). Sus cuentos, crónicas y ensayos han aparecido en antologías como La sociedad de científicos anónimos (2018), El hambre heroica (2018), Nuevas instrucciones para vivir en México (2019), Vamos pal perreo (2020) y La conquista en el presente (2021), y en revistas como Gatopardo, Tierra Adentro, Nexos, Este País, The Literary Review y The Paris Review. Ha sido editor en la Revista de la Universidad de México, becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, así como residente en la Fundación Jan Michalski. Actualmente trabaja en una serie de crónicas dedicadas a la vida silvestre.

Sobre Las mutaciones

Alejandro Zambra

"Ésta es una novela tan trágica como cómica, tan clásica como contemporánea, tan mexicana como universal, que pone en escena a unos personajes erráticos, complejos e inolvidables."

Guadalupe Nettel

"Afilado, divertidísimo y, sin embargo, sensible. Una primera novela impresionante."

Daniel Saldaña París

"Las mutaciones es una de las mejores novelas escritas en América Latina en los últimos años."

 

ESTE VACÍO QUE HIERVE

 

«Aquí no cayó ninguna bomba atómica. Simplemente se oxidó la vida con la premura de la sed. Sólo eso.»

Karina tiene veinticinco años, es física y trabaja en una teoría cuántica de la gravedad. La noche del 15 de septiembre de 2030 encuentra a su abuela inconsciente en el piso de su departamento, inexplicablemente ebria. Al volver en sí, Rebeca confunde a su nieta con un fantasma del pasado y le revela, a medias, un secreto perturbador sobre la muerte de sus padres, ocurrida dieciocho años atrás.

La indiscreción de Rebeca parece relacionada con el reciente incendio del Bosque de Chapultepec; las llamas arrasaron el Panteón Dolores, donde están enterrados los padres de Karina, y ocasionaron la muerte de casi todos los animales del zoológico, lo que detona un movimiento animalista inusitado en la ciudad. Con la ayuda de Silverio, un astuto y temerario vigilante del panteón, Karina se asomará a la verdad oculta bajo la tierra.

En Este vacío que hierve el tiempo avanza y retrocede, se expande y se contrae, para tejer un relato de suspenso fractal. Un misterio recalcitrante constituye el centro de gravedad en torno al cual orbitan temas fundamentales de nuestra realidad como la crisis ambiental, los conflictos familiares, las adicciones, el fanatismo y el vínculo de la humanidad con los demás seres que habitan el planeta.

Booktrailer

Pocas cosas expanden la imaginación como pensar en el vacío del espacio y los millones de cúmulos de galaxias moviéndose a través de la inmensidad de ese vacío. Pero la imaginación que propicia la lectura de Este vacío que hierve no sólo conduce al vacío cósmico, sino al de la propia existencia en un mundo tan pequeño y a la vez tan fascinante donde no podemos hacer otra cosa que seguir flotando, mientras nos consumimos de a poco.

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