CAPÍTULO 1

La dificultad de ser hijo

—Los intelectuales no deberían tener hijos —comentó mi vecina de asiento en el avión en el que viajábamos a la Feria del Libro de Guadalajara.
     Suspendida en el aire, la gente hace confesiones. Mi amiga y yo estábamos ahí por coincidencia, pero ella actuó como si nos hubiéramos dado cita para hablar de algo importante; hablaba movida por una urgencia especial. Bebió de un trago el tequila que le habían servido en un vaso de plástico y comentó que su hijo amenazaba con quitarle la casa a cualquier precio, incluido el de acabar con su vida.
     Mi amiga pertenece al mundo del arte y es viuda de un célebre escritor. Con la controlada elocuencia de quien ha contado varias veces lo mismo, habló del desorden emocional que destruye a los hijos de los creadores.
     Su marido había tenido dos hijas de un matrimonio previo y en una ocasión me preguntó si alguna vez las había visto de buen humor. En ese mismo diálogo, me habló de su hijo pequeño, que entonces tendría siete años, y le auguró un futuro destacado en la policía judicial:
     —Es un hampón incorregible.

     Con ironía, buscaba aliviar las heridas de tres destinos que parecían carecer de rumbo.
     Quince años más tarde la viuda del novelista confirmaba el oscuro presagio sobre su hijo. Posiblemente, otra persona habría llorado al hablar del tema. Ella contenía sus emociones; juzgaba que la reconciliación era ya imposible y reconocía, con dolorosa franqueza, el error de tener hijos cuando se sigue una carrera artística. Su argumentación se basaba en el temperamento egoísta y demandante de los creadores y en el ambiente tóxico que los rodea.
     Ante un problema insoluble, la gente suele acudir a otro más grave para aliviar su situación. Mi amiga recordó a un amigo común, un pintor al que su hija había apuñalado por la espalda. Él es una persona de enorme simpatía, capaz de animar cualquier reunión, pero no había podido conservar una familia. Tardíamente, recuperó la proximidad con su hija, a la distancia adecuada para ser víctima de un arma blanca.
     —Los intelectuales no deberían tener hijos —repitió mi amiga.
     Mi hija Inés era pequeña cuando ocurrió esta conversación. Poco antes de aterrizar, mi amiga se limitó a decir:
     —Ya es demasiado tarde para ti.

     Una y otra vez he escuchado historias como éstas. No es casual que la obra mayor de nuestra narrativa, Pedro Páramo, trate de un padre que no supo estar con su familia. “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”, dice la madre de Juan Preciado al comienzo de la trama.

     Mi padre ejerció la filosofía, pero prefería verse como un profesor y no como el creador de un sistema de pensamiento. “La filosofía no es una profesión; es un modo de pensar”, llegó a decir.
     Este libro trata de alguien que se dedicó a esa tarea, sin duda demandante e inclinada al aislamiento. No es casual que muchos filósofos hayan sido célibes. Descartes, Spinoza, Pascal, Leibniz, Malebranche, Hobbes, Hume, Voltaire, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard y muchos otros se libraron de la molestia de compartir su vida sentimental con alguien más.
     Al hablar de mi padre no puedo ser ajeno a su trabajo, que influyó en sus decisiones, pero tampoco pretendo atribuir toda su conducta a su vocación. Éste no es un libro sobre un filósofo, sino sobre un padre que desempeñó ese oficio. Puede ser leído sin conocer la Crítica del juicio o la Fenomenología del espíritu.
     A mi padre le divertían las chifladuras de Kant y me hablaba de ellas cuando yo era niño. La puntualidad de ese filósofo era tan obsesiva que la gente de Königsberg ajustaba sus relojes cuando él pasaba frente a sus casas en su inmodificable paseo (sólo interrumpido el día en que se enteró de la Revolución francesa).

LA FIGURA DEL MUNDO

«¿Hasta dónde podemos recuperar una memoria ajena? ¿Es posible entender lo que un padre ha sido sin nosotros? Ser hijo significa descender, alterar el tiempo, crear un desarreglo, un desajuste que se subsana con pedagogía, a veces con afecto o transmisión de conocimientos.»

Juan Villoro relata en La figura del mundo, el orden secreto de las cosas, algunos pasajes memoriosos en torno a su padre, el pensador mexicano-catalán, Luis Villoro. Sin el afán de hacer una biografía en estricto sentido, Juan evoca aquí la vida singular de quien fuera filósofo, luchador social, zapatista y autor de una obra fundamental. En este libro hace una aproximación a una figura a la vez íntima y pública, adentrándose en las complejidades que toda vida tiene, narrando con maestría instantes que se desdoblan para entenderel ubicuo presente. Recupera así, pues, la esencia de un padre quien estuvo presente en la vida familiar de un modo intangible, un padre que debe ser indagado por un hijo que intuye sus afectos y renueva, así, el pasado. Escrito con gran sensibilidad y agudeza, este libro condensa el asombro y la emotividad para quien la escritura se convirtió en «una permanente carta al padre».

Juan Villoro

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es escritor y periodista. Ha publicado los libros de ensayos literarios Efectos personales (Premio Mazatlán de Literatura), De eso se trata y La utilidad del deseo; las crónicas de futbol Dios es redondo (Premio Manuel Vázquez Montalbán) y Balón dividido; las novelas El testigo (Premio Herralde), Materia dispuesta, El disparo de argón y Arrecife (Premio José María Arguedas); los libros de cuentos Los culpables y La casa pierde (Premio Xavier Villaurrutia). Por el conjunto de su obra ha recibido los premios José Donoso y Manuel Rojas, otorgados en Chile, y el Liber, concedido por los editores españoles. Ha sido profesor en la unam y profesor visitante en las universidades de Yale, Princeton, Stanford y Pompeu Fabra. Ha colaborado para medios como Reforma, La Jornada, The New York Times, El País, El Mercurio, entre otros. Su obra ha sido traducida a numerosos idiomas.

Reseña

Obediente y disciplinado, el consagrado escritor y periodista mexicano Juan Villoro, atendió el llamado mayor de la narrativa nacional y escribió la historia de un padre (el suyo) que no supo (o lo hizo con sus diferentes matices) estar con su familia.

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