José Saramago (Azinhaga, 1922-Tías, Lanzarote, 2010) es uno de los escritores portugueses más conocidos y apreciados en el mundo entero. En España, a partir de la primera publicación de El año de la muerte de Ricardo Reis, en 1985, su trabajo literario recibió la mejor acogida de los lectores y de la crítica.  Recibió el Premio Camoens y el Premio Nobel de Literatura en 1998.

Capítulo 1

Un asqueroso hedor a medicinas inundaba la atmósfera de la habitación. Se respiraba con dificultad. El aire, demasiado caliente, casi no llegaba a los pulmones del enfermo, cuyo cuerpo se perfilaba bajo la colcha desaliñada y desprendía un mareante olor a fiebre. De la habitación de al lado, amortiguado por el espesor de la puerta cerrada, llegaba un sordo rumor de voces. El enfermo balanceaba lentamente la cabeza sobre la almohada manchada de sudor, en un gesto de fatiga y sufrimiento. Las voces se alejaron poco a poco. Abajo, llamaron a una puerta y se pudieron oír las patas de un caballo.
El ruido de la arena aplastada por el trote del animal aumentó de repente bajo la ventana de la habitación y desapareció enseguida como si los cascos pisasen barro. Un perro ladró.
Al otro lado de la puerta se escucharon pasos cautelosos y medidos. El pestillo de la cerradura chirrió ligeramente, la puerta se abrió y dejó paso a una mujer que se acercó a la cama. El enfermo, despierto de su modorra inquieta, preguntó, sobresaltado:
—¿Quién anda ahí? —Y después, fijándose—: ¡Ah, eres tú! ¿Dónde está la señora?
—La señora ha ido a acompañar al doctor a la puerta.
No tardará...
La respuesta fue un suspiro. El enfermo se miró con tristeza las manos largas, delgadas y amarillas como las de una vieja.
—¿Es verdad que estoy muy mal, Benedita? ¿Y que, según parece, no voy a salir de esta?
—¡Ande, señor Ribeiro! ¿Por qué habla de morirse?
No es eso lo que dice el doctor...

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—¿Mi hermano?...
—¡Sí, señor! Y también el doctor Viegas, que acaba de salir. Aún no debe de haber pasado la cancela del patio.
¡Dios nuestro Señor lo proteja de algún mal encuentro cuando pase al lado del cementerio, que todavía tiene que ir para la zona de Mouchões!...
El enfermo sonrió. Una ligera sonrisa, que le alegró fugazmente el rostro enflaquecido y que le arrugó los labios finos y secos. Se pasó la mano por la barba espesa, teñida de blanco en el mentón, y respondió:
—Benedita, Benedita, mira que no es razonable hablarle de cementerios a un enfermo grave, que ve con demasiada frecuencia, a través de la ventana de su habitación, los muros de uno de ellos...
Benedita ocultó el rostro y se secó dos lágrimas que le asomaban por los párpados cansados.
—¿Lloras?
—No puedo oír hablar de estas cosas, señor Ribeiro. ¡Usted no se puede morir!
—¿No me puedo morir? ¡Boba!... Ya ves que puedo... ¡Todos podemos!
Benedita sacó un pañuelo del bolsillo del delantal y se limpió despacio los ojos húmedos. Después se dirigió a la cómoda, donde una imagen de la Virgen parecía moverse en la oscilación de la luz de las velas que la rodeaban, juntó las manos y murmuró:
—Dios te salve, María, llena eres de gracia...
El silencio cayó sobre la habitación. Solo el bisbiseo de los labios de Benedita lo interrumpía en el murmullo de la oración. Del fondo de la estancia salió la voz del enfermo,
un tanto debilitada y trémula:
—¡Qué fe tienes, Benedita! Esa es la verdadera creencia, la que no se discute, la que se conforma y encuentra en cualquier cosa su propia explicación.
—No le entiendo, señor Ribeiro. Creo y nada más...
—¡Sí!... Crees y nada más... ¿No oyes pasos?

—Debe de ser la señora Maria Leonor.
La puerta se abrió lentamente y entró Maria Leonor, vestida de oscuro, con un velo de encaje negro sobre el pelo claro y brillante.
—Entonces, ¿qué ha dicho el doctor Viegas?
—Que te encuentra igual, pero que cree que mejorarás dentro de poco.
—Cree que mejoraré... ¡Sí! Mejoraré, es lo más probable.
Maria Leonor se dirigió a la cama y se sentó al lado del enfermo. Sus ojos, febriles, buscaron los de ella. Con una ternura brusca, le preguntó:
—¿Has llorado?
—¡No, Manuel! ¿Por qué iba a llorar? No estás peor, en poco tiempo estarás curado... ¿Qué motivos tengo para llorar?
—Si todo pasa como dices, la verdad es que no tienes motivos...
Benedita, que había estado absorta acabando su oración, se acercó a los dos:
—Voy a ver si los niños se han dormido, señora.
—Vengo de allí y estaban dormidos. Pero ve, ve...
—Con permiso.
La puerta se cerró a su espalda. Recorrió un largo pasillo sumergido en la penumbra, donde los pasos, amortiguados por la moqueta, sonaban sordos. Abrió una puerta grande y pesada, atravesó un salón desierto e iluminado por dos grandes manchas de luz de luna en el suelo, donde se formaba una cruz de sombra. Fue hasta la ventana, la abrió y miró afuera. La luna hacía resplandecer los árboles y las casas dispersas por la finca. Del piso de abajo subía un rumor de voces. En la entrada de la casa se alargaban, como los cinco dedos de la mano, las proyecciones luminosas de las cinco rendijas de la cocina.
Benedita cerró lentamente las ventanas y echó las aldabas. A tientas, se dirigió a una puerta cuyas hendiduras dejaban pasar unos rayos de luz. Entró.

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