Sobre la autora 

 

Una novela inédita de Simone de Beauvoir 

 

Capítulo 1

A los nueve años, yo era una niña muy formalita; no siempre lo había sido; en mi primera infancia, la tiranía de los adultos me causaba unas agonías tan furibundas que una de mis tías dijo un día, muy en serio: «Sylvie está poseída por el demonio». La guerra y la religión pudieron conmigo. Di pruebas enseguida de un patriotismo ejemplar al pisotear un muñeco llorón de celuloide «made in Germany» que, por lo demás, no me gustaba. Me informaron de que dependía de mi buen comportamiento y de mi devoción que Dios salvase Francia: no podía escurrir el bulto. Paseé por la basílica del Sacré-Cœur con otras niñas tremolando oriflamas y cantando. Empecé a rezar muchísimo y le cogí el gusto. El padre Dominique, que era el capellán del colegio Adélaïde, me animó en mi fervor. Con un vestido de tul y tocada con una cofia de encaje de Irlanda, hice la comunión en familia: a partir de ese día pudieron ponerme de ejemplo a mis hermanas pequeñas. El cielo me otorgó que a mi padre lo destinasen al Ministerio de la Guerra por insuficiencia cardíaca.

Aquella mañana, sin embargo, estaba fuera de mí; era el primer día de clase: no veía la hora de volver al colegio, a las clases solemnes como misas, al silencio de los pasillos, a la sonrisa enternecida de las profesoras; llevaban falda larga y el cuello de la blusa muy cerrado, y desde que parte del centro se había convertido en hospital, vestían con frecuencia de enfermeras; bajo el velo blanco maculado de rojo parecían santas, y yo me emocionaba cuando me estrechaban contra el pecho. Me tomé a toda prisa la sopa y el pan integral que habían sustituido al chocolate y los brioches de antes de la guerra y esperé impaciente a que mamá acabase de vestir a mis hermanas. Llevábamos las tres un abrigo azul horizonte, como los uniformes del ejército, confeccionados con auténtico paño del que usaban los oficiales y con el corte exacto de los capotes militares.

—Fíjense, hasta tienen una trabillita —les decía mamá a sus amigas, admirativas o extrañadas.

Al salir a la calle, mamá cogió de la mano a las dos menores. Pasamos tristemente por delante del café La Rotonde, que acababa de abrir, con gran revuelo, debajo de nuestro piso y que era, por lo que decía papá, un antro de derrotistas: esa palabra me intrigaba: «Son personas que creen que Francia sufrirá una derrota —me explicaba—. Habría que fusilarlos a todos». Yo no lo entendía. Lo que creemos no lo creemos aposta: ¿se puede castigar a alguien porque se le ocurran ideas? Los espías que daban a los niños caramelos venenosos, los que, en el metro, pinchaban a las mujeres francesas con agujas envenenadas estaba claro que merecían la muerte, pero los derrotistas me tenían perpleja. No probé a preguntarle a mamá: siempre contestaba lo mismo que papá.

Mis hermanas pequeñas no andaban deprisa; la verja del Luxemburgo me pareció interminable. Por fin crucé la puerta del colegio, subí la escalera balanceando alegremente la cartera llena de libros nuevos; reconocí el leve olor a enfermedad que se mezclaba con el olor a encáustico de los pasillos recién encerados; algunas vigilantes me besaron. En el vestuario me encontré con mis compañeras del curso anterior; no tenía amistad con ninguna en particular, pero me gustaba el ruido que hacíamos todas juntas. Me demoré en el vestíbulo principal, ante las vitrinas llenas de antiguallas muertas que estaban allí acabando de morir por segunda vez: a las aves disecadas se les caían las plumas, las plantas secas se desmenuzaban, las conchas perdían lustre. Sonó la campana y entré en el aula Sainte-Marguerite; todas las aulas se parecían. Las alumnas se sentaban alrededor de una mesa ovalada cubierta de hule negro, que la profesora presidía; nuestras madres se acomodaban detrás y nos vigilaban mientras tejían pasamontañas. 

 

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