Partes de guerra

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1

El corazón, quién lo diría. Siempre desdeñé este músculo tenaz, cómo me irrita su estirpe de manzana, su estampa en cuadernos y  playeras, su martilleo quejumbroso, quién preferiría el golpeteo de este molusco al magnetismo del cerebro. Nada tan  sobrevalorado como el corazón y sus achaques, como si este ovillo en mitad del pecho contuviera las semillas de la ira o de las lágrimas. Aun así, la sensatez de las neuronas no me trajo de vuelta a Corozal, sino este pulso duplicado que apenas siento mío.

Hundo las sandalias en el fango y me obligo a recordar aquel tres de agosto, siete meses atrás, cuando un par de salvadoreños se topó con el desvencijado cuerpo de una adolescente río abajo, o más bien quién era yo en ese mundo, en esa vida, cuando nuestro grupo de investigación se abría al futuro, nunca había escuchado hablar de este puesto fronterizo, los malestares de la ataxia se habían recrudecido, mis afectos se escindían en líneas paralelas y tú aún no habías pronunciado los nombres de Saraí y de Dayana. Avanzo a trompicones sobre el limo, mis músculos entumecidos me obligan a concentrarme en cada porción de mi andrajoso cuerpo. A lo lejos, unas barcazas desafían el Usumacinta bajo el resguardo de la
madrugada.

Imagino las historias de esos hombres, mujeres y niños bautizados como ídolos pop o estrellas de Hollywood que, nada más desembarcar en nuestra orilla, se adentran en la selva por las mismas rutas de los narcos en busca de algo que desconocen y solo anhelan, un partido de beisbol por la tele o la acedia de una tarde de domingo, en un lugar que asocian con la persistencia de la vida. Me asaltan entonces los amoratados labios de Dayana, sus mechones impregnados en salitre y su cuerpecito acodado en la ribera como desecho de un naufragio y de inmediato vuelvo a ti, Luis, a tu nariz de profeta, tu énfasis de locutor deportivo y las florituras de tus dedos cuando nos instabas a estudiar, con el frenesí de esos migrantes que sueñan con el norte, los orígenes de la violencia que provocó la muerte de esa chica y, desde hace al menos tres lustros, tantas otras muertes.

La superficie del agua se mece en una nata parduzca, alzo la vista y admiro los nubarrones mientras la humedad asciende por mis pantorrillas y mis muslos. Soy otra, lo único que sé es que soy otra, la Lucía Spinosi que me precedió, tan huraña, tan ingenua, tan intolerante, ya no existe, sepultada con cada una de las certezas que me han encajonado desde niña. Examinarme antes de Corozal se me antoja hoy imposible, tanto como constatar que tú tampoco existes ya excepto en mi memoria, anclado en algunas de las millones de neuronas que estallan en mi cráneo cada vez que vuelvo a discutir contigo los pormenores de este caso.

Jorge Volpi (México, 1968)  Obtuvo con Mentiras contagiosas el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas.

Niños, fueron unos niños.

Así nos dijiste, Luis, con ese resplandor amarillento que de vez en cuando enturbiaba tus irremediables ojos verdes.

La madre de Dayana, una mujer maciza y diminuta, con un ojo ciego, dipsómana y malhablada, justo de mi edad, no acudió a la policía hasta pasado el mediodía, más de veinticuatro horas después de que su hija saliera de la escuela acompañada por sus amigos y la pesquisa se inició a regañadientes hasta la tarde del cuatro. Solo entonces, recién salida de la borrachera y de la cruda, Imelda Pérez Águila arengó a sus familiares y vecinos a buscar a su Dayana. Corozal se movilizó durante esas horas de borrasca, aunque no fue sino hasta la noche del cinco cuando Irvin Darío Menchaca y su hermana América, de veintiuno y dieciocho, originarios de Panchimalco, un pueblucho a una veintena de kilómetros de San Salvador, hallaron por accidente su cadáver. Tal vez otros migrantes más curtidos hubieran contemplado el cuerpecito con pena o asco y hubieran proseguido su camino, ellos se quedaron atónitos, sus ojos acaso reflejados en los ojos lechosos de Dayana, los mecanismos de la empatía son impredecibles, y se arriesgaron a desviarse para dar cuenta del hallazgo. Esa misma tarde fueron devueltos en lancha a Guatemala, regreso asistido lo llaman nuestras autoridades progresistas, aunque lo más probable es que los hermanos apenas hayan tardado en redoblar su apuesta y, si fueron afortunados, tal vez hoy trabajen en un McDonald’s o un Taco Bell en Newark o en Trenton, ya me gustaría, en vez de haber sido arrestados y encarcelados en esos campos de concentración que nos resistimos a llamar por su nombre, o vejados, violados, esclavizados o asesinados por los energúmenos que controlan el tráfico de personas rumbo al otro río.

Aniquilada por el bochorno, me enfilo de vuelta a casa de doña Gladiola, mi refugio desde que regresé a Corozal, a dos cuadras de la Primaria Leandro Valle. El corazón desbocado me lleva a nuestra primera tarde aquí, Luis, cuando insististe en manejar el jeep que alquilamos en Tuxtla mientras yo no daba una con el GPS de mi celular. No habían transcurrido ni diez días desde la muerte de Dayana, el entierro había sido un circo por culpa de Mimí Barajas, la presentadora que aterrizó en helicóptero en una cancha de futbol con tres camarógrafos de Televisa para transmitirlo en directo y redoblar su frívola apuesta contra el crimen, y de pronto otros forasteros indeseables desembarcábamos en ese enclave en medio de la nada sin otro contacto que el número de un investigador del Colegio de la Frontera Sur que alguien en la UNAM te compartió en el último segundo. Me tranquilizaste con una de esas sonrisas que desarmaban al más ansioso, estacionaste el jeep frente al desvencijado parque central y marcaste el número que habías anotado en una de las libretas de pastas rojas que garabateabas con tu diminuta letra de zurdo. Mientras lo esperábamos, la tarde se llenó con unos bramidos aterradores, tardaríamos en descubrir que se trataba del feroz ulular de los monos sarahuatos que se columpiaban en lo alto de los árboles.

"Niños, fueron unos niños."

Domingo Retana nos citó en una cenaduría perdida entre matorrales y casuchas de madera y lámina, pidió un orange crush y nos abrumó con detalles sobre la familia de Dayana, el revuelo mediático que cimbró al pueblo y la rabia y la vergüenza que se apoderaron de sus habitantes como una plaga de zancudos. Con su camiseta de Black Sabbath, su arete en el lóbulo izquierdo, su abdomen de hipopótamo y su entrecana coleta de caballo, cualquiera habría confundido al académico con un pollero, tú te diste a la tarea de explicarle nuestras intenciones, o más bien las tuyas, pues yo aún no comprendía qué esperabas de mí y del resto del equipo, esforzándote por resultar simpático y elusivo, hasta que Retana logró interrumpirte y se ofreció a ponernos en contacto con Imelda, a quien había conocido en el sepelio. Nos adelantó que hablar con Rosalía, la hermana de esta, no iba a resultarnos tan sencillo. Solo entonces descubrí, no sé si tú lo habías deducido por tu cuenta, que Saraí y Dayana eran primas.

El antropólogo nos aseguró que sus buenos oficios podrían abrirnos paso con las autoridades locales, en cambio nos recomendó ni siquiera mencionarlo con los responsables de la Guardia Nacional o del Instituto Nacional de Migración, con quienes mantenía un querella desde que publicó un artículo donde exhibía su complicidad con las bandas de la zona. Como tú empezabas a extraviarte en tus divagaciones sobre el mal y la infancia, los temas que muy pronto devorarían nuestra vigilia, me vi obligada a desbrozar las cuestiones prácticas y le pregunté a Retana si habría un hotel o una casa de huéspedes donde los miembros del Centro de Estudios en Neurociencias Aplicadas pudiéramos instalarnos por un tiempo. El académico le dio un último trago a su brebaje anaranjado, no veía dificultad en que encontráramos acomodo en uno de los centros ecoturísticos que habían florecido en los últimos tiempos gracias a sus paquetes a Bonampak o Yaxchilán. Le pregunté por algún sitio donde acondicionar nuestro laboratorio y Retana sugirió las instalaciones del CECYT 33, todo se puede aceitando los conductos adecuados, nos dijo, hacía mucho que no escuchaba esta expresión que tan bien nos retrata, sin esa sustancia viscosa nada fluye ni se logra en este país, no tenemos remedio.

Una chica apenas mayorcita que Dayana nos sirvió los tacos dorados y los refrescos que Retana ordenó para nosotros y los tres nos hundimos en las posibles razones del asesinato de Dayana, el machismo y la falta de perspectivas de futuro, la violencia intrafamiliar y la adicción a los juegos de video, las noticias cotidianas de fosas, ejecuciones y desaparecidos, los destinos truncos de tantos chicos. En la sobremesa solo amasamos lugares comunes, las teorías de pacotilla de quienes se han atragantado con demasiadas series policiales o confían en exceso en su propia disciplina, no entendíamos nada y quizás tampoco yo entienda nada ahora, de otro modo no estaría de vuelta en Frontera Corozal al cabo de estos meses de guerra.

"Solo entonces descubrí, no sé si tú lo habías deducido por tu cuenta, que Saraí y Dayana eran primas."

Al llegar a casa de doña Gladiola, la camiseta se me adhiere al vientre y las costillas, el sudor escurre en medio de mis pechos y me punza el fuego que me brotó antenoche en el labio superior. Buenas, doctora, me saluda con su boca desdentada y su delantal a cuadros, el noticiero matutino como un eco del pretérito, yo inclino la cabeza y sigo de largo. Logré acomodar mi ropa e instalar una mesita para la computadora entre la cama y la ventana que da a una hojalatería cuyo trasiego nunca se detiene. Como otro corazón debajo de las sábanas, la adormilada respiración del Sigmund me fuerza a sonreír por primera vez en el día, acaricio su lomo por encima de la tela, su tersa compañía es el único vestigio de mi antes. Me desnudo deprisa, abro la cortinilla turquesa que me recuerda la última casa de mi padre, el agua helada me desliza en una lucidez brutal, como si emergiera de un banco de arena, de pronto consciente de mi soledad y mi destierro a orillas del Usumacinta. Solo soy un cuerpo, este cuerpo deshilachado que apenas reconozco, un cuerpo sometido a una desigual lucha contra el tiempo, un cuerpo destinado a transformarse en un fardo tarde que temprano. Un cuerpo tan maltrecho como el de Dayana y tan frágil como el de las once o doce mujeres asesinadas a diario en mi suave patria.

Tres agentes de la policía municipal siguieron la ruta dibujada por los salvadoreños y, al divisar una rodilla en la hondonada, hicieron lo primero que se les vino a la cabeza, arrastraron el cuerpo a la ribera, lo depositaron en un montículo como la compra del mercado y cubrieron su rostro con una chamarra, destruyendo sin remedio la escena del crimen. Para entonces una multitud de curiosos se apeñuscaba junto al río y un par de albañiles consiguió detener a Imelda antes de que se lanzara a gritos, cabrones, mal nacidos, hijos de la chingada, sobre el cadáver de su hija. El cadáver de Dayana fue conducido esa noche en la clínica del IMSS de Ocosingo sin que nadie se atreviera a practicarle la autopsia en espera de las instrucciones de la capital del estado. Dos días después, un equipo forense llegado desde Tuxtla se llevó media jornada en descartar la asfixia como causa de la muerte, los pulmones de la chica estaban anegados en sangre en vez de agua, en su vientre relucían las tajadas de dos instrumentos punzocortantes, la policía filtraría que una navaja suiza y un cuchillo cebollero y los médicos determinaron que la pobrecita debió tardar un par de horas en perder el conocimiento y al fin la vida. Por una vez en esta carnicería que llamamos México, no había signos de que hubiera sido sexualmente violentada.

No sé cómo nos resumiste estos detalles sin atragantarte, con una frialdad que no era tuya, o tal vez sí lo fuera, Luis, a estas alturas ya no sé qué sé de ti. Hasta donde recuerdo, Fabienne, Paul y yo fuimos bastante ecuánimes, ni siquiera Pacho se enervó esa mañana y Elvira decidió no contrariarte con sus revolucionarias teorías sobre todo. Los cinco te escuchamos atentos, medio zombis, el horror todavía no nos infiltraba. Paul quiso abrazarme y yo lo rechacé, no me quedó más remedio que ofrecerle otra de mis incómodas disculpas.

Otros títulos del autor

Premio Alfaguara de Novela 2018 Una fascinante novela documental del caso Cassez-Vallarta.

 

Su libro más íntimo. Una memoria de su padre, al mismo tiempo que una autopsia de México.

 

Una estremecedora profecía de un futuro no muy lejano con el soberbio estilo de Jorge Volpi.

Una novela de la frontera, que apunta por la denuncia, la realidad de nuestro tiempo. 

En el vértigo de la historia, tres mujeres entrecruzan sus destinos. La gran novela del final del siglo.

Ensayo sobre que las novelas y los cuentos han sido esenciales para la evolución de la especie humana.

Jorge Volpi alza la voz en contra de Trump, sus ideas y sus acciones.

Combina el juego entre realidad y ficción con la especulación financiera y Wall Street.

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