En el primer volumen de Pensar México intenté aproximarme a nuestra realidad desde el lenguaje, analizando el extravío de los significados a causa de un fenómeno enraizado en la mexicanidad: la relativización de cada concepto.

Hoy encuentro una sociedad que abandonó la intención de entenderse; abdicamos de preguntarnos sobre nuestro futuro y sustituimos el cuestionamiento de certezas por la incertidumbre de la ilusión.

Introducción

La constante habitación del presente en un país imposibilitado para conjugarse sin su pasado le impide diferenciarlo de la memoria. Aquí no importa la memoria, sino el pasado, ya sea desde una óptica proverbial, fantasiosa, o bien con la mirada del cadalso. Ambas perspectivas disociadas, incansablemente, del ejercicio de la permanencia. No es paradoja: también confundimos recuerdo con memoria en la fascinación nacional por los eventos. Diluimos sus componentes y definiciones. Mala relación con el tiempo para un lugar dependiente de él.
En México, pasado no siempre es memoria y tampoco recuerdo. A menudo fallan las relaciones entre ellos. Creamos conmemoraciones incluso antes de que suceda algo que conmemorar y con ellas llenamos las páginas sin construir mayor cosa. ¿Será posible que incluso tengamos la arrogancia de llamarle a esto historia? La memoria es el peso de la permanencia del pasado; con ella damos a los recuerdos un lugar en la línea de nuestra construcción social. Son un conjunto en sí mismos, son en individual; cuando cada uno de estos elementos se desprende de su relación con los demás, sólo queda el instante para discutir el futuro, para gobernar, para hacer política. Pierde el tiempo, perdemos nosotros que transitamos en él. Son dos conceptos que normalmente desatendemos. El sujeto de la pérdida es el tiempo, no sólo el individuo
en él. Gobierno, futuro y política son construcciones sociales y cualquier sociedad es ante todo su memoria. La vista atrás y la vista hacia delante, juntas, desde la distancia. Tampoco nos gusta mucho la distancia con su prudencia, su noción de consecuencias, su lejanía con respecto al instante.

Sin embargo, he encontrado un mayor ejercicio de memoria en las diásporas nacionales. En quienes viajaron por la desesperación e hicieron de su paso por el mundo una razón para seguir amando el país que los expulsó. Ni siquiera tendemos a llamarles así, diásporas, hablamos de migración y migrantes, sin aceptar el peso de una comunidad, que son muchas y desde la memoria hacen identidad. Aquí, en el territorio de origen, la memoria es evento, la suma de muchos, no más.
La memoria, su construcción, es razón para quedarse en un país, para buscar amarlo. Ha sido mi caso. Es también la razón para irse y para construir desde y con ella la vida en un nuevo lugar. México es el país que produce la segunda mayor diáspora del planeta. Se ama el origen desde la memoria, sin importar los kilómetros, aunque sea en su contra. Si tan sólo temiéramos el peso de la memoria, no nos atreveríamos al sinfín de aberraciones que presenciamos, decimos, callamos y conforman el conjunto de la vida pública, con consecuencias en la vida privada.

En México, la sobrepolitización de la vida no arrojó mayor conciencia política sino el desorden precursor de la canibalización, en un entorno donde la existencia política de unos parece depender de la inexistencia de los otros.

 

La madurez de una sociedad, como en los individuos, no sólo se encuentra en su noción de las consecuencias, en pensar lo que puede suceder, sobre todo en términos negativos, antes de realizar algún acto. Está también en la conciencia del expediente que se deja, no a los hijos, como tanto se repite en el discurso nacional con perspectiva al futuro. Aquello ha quedado para los cajones de la cursilería. Hay una madurez que se encuentra en la capacidad de pensar si estamos dispuestos a que el tiempo —la memoria futura— exhiba las torpezas, las ineptitudes y los errores evitables. Cuando esa capacidad existe, las sociedades, los individuos y sus gobiernos pueden intentar cometer menos de dichas torpezas, ineptitudes y errores. El caso contrario es un legado de indiferencias donde no cabe la disculpa o la vergüenza, a su vez, otros tipos de consciencia.
El siglo XXI mexicano, afectado por sus vicios propios e inmerso en los de un mundo invadido por la desmemoria, perece contento de no pronunciar el verbo sagrado para el Funes de Borges: recordar. Nosotros no lo usamos como un verbo ligado a la responsabilidad. Espero que no insistamos en perder el derecho de enunciarlo. Así rezaba el texto memorioso.

Si fuéramos un país normal, entenderíamos que ciertas tragedias no permiten hablar más que de ellas. Habituados a la peor de nuestras versiones, las desplazamos para apenas referirnos a alguna de dichas desgracias. Las vemos en forma de casos aislados y no como fenómenos. México no dejará de ser el país de las mil crisis mientras se mantenga en la esterilidad del momento, el autoengaño constante.
En el primer volumen de Pensar México intenté aproximarme a nuestra realidad desde el lenguaje, analizando el extravío de los
significados a causa de un fenómeno enraizado en la mexicanidad: la relativización de cada concepto, cada acción, cada ejercicio de
convivencia —política, familiar, cívica— ajustados en la dialéctica para permitir una definición conveniente al momento. ¿Cómo
resuelve un país sus problemas si es incapaz de nombrarlos, y las soluciones, a fuerza de repetición, quieren decir lo mismo que el
vacío?
Algo cambió. ¿Qué sucede cuando esos vacíos se sustituyen por significados inexactos? La relativización descubre una nueva etapa de su proceso. Ya no es necesario encontrar las maneras de cambiar los significados de lo dicho si éstos, al menos en un sector social o ejercicio de poder o visión política, se han modificado en la construcción con la que nos aproximamos a la realidad. Pero la realidad no cambia.
En la ruta natural del lenguaje una palabra adecúa su significado a través del tiempo con el uso y su aceptación generalizada. Si dicha aceptación se da por grupos en un espacio compartido, el diálogo con quien no lo acepte terminará resquebrajándose o una de las
partes cederá dando pie a la aceptación en común. O el espacio seguirá ocupado por los mismos y se habrá perdido el consenso sobre sus problemas. ¿Lo habremos perdido? Si la realidad que se intenta describir es diametralmente opuesta, tanto en percepción como en significados originales, aquella aceptación se hará imposible sin importar los esfuerzos o las imposiciones. Si esa realidad, además, se lee no sólo desde los códigos locales, sino con un grado de universalidad, la nueva acepción no prosperará y quedará el conflicto eterno por la definición de la realidad, misma que no se podrá analizar. Sin analizar, no se tendrá un diagnóstico común y mucho menos una solución. En un país con gran animosidad hacia los discursos, las consecuencias de la disociación son poco esperanzadoras. Si la relativización es una apuesta por la hipocresía, la adecuación sectaria de los significados lleva a la decantación por el cinismo.

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