Tomás Nevinson 

Capítulo 1

Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fue­ran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo, a esto último ellas no corresponden. Es más, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un niño en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autobús y en el metro, incluso se las resguar­da al andar por la calle alejándolas del tráfico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus vástagos pequeños (que les pertene­cen más que a los hombres), al menos las primeras plazas. Cuando se va a fusilar en masa, a veces se les perdona la vida y se las aparta; se las deja sin maridos, sin padres, sin hermanos y aun sin hijos adolescentes ni por supuesto adultos, pero a ellas se les permite seguir viviendo enloquecidas de dolor como a espectros sufrientes, que sin embargo cumplen años y envejecen, encadenados al recuerdo de la pérdida de su mundo. Se convierten en depositarias de la memoria por fuerza, son las únicas que quedan cuando parece que no queda nadie, y las úni­cas que cuentan lo habido.

Bueno, todo esto me enseñaron de niño y todo esto era antes, y no siempre ni a rajatabla. Era antes y en la teoría, no en la práctica. Al fin y al cabo, en 1793 se gui­llotinó a una Reina de Francia, y con anterioridad se quemó a incontables acusadas de brujería y a la soldado Juana de Arco, por no poner más que un par de ejem­plos que todos conocen.

Sí, claro que siempre se ha matado a mujeres, pero era algo a contracorriente y que en muchas ocasiones daba re­paro, no es seguro si a Ana Bolena se le concedió el privile­gio de sucumbir a una espada y no a una tosca y chapucera hacha, ni tampoco en la hoguera, por ser mujer o por ser Reina, por ser joven o por ser hermosa, hermosa para la época y según los relatos, y los relatos jamás son fiables, ni siquiera los de testigos directos, que ven u oyen turbiamen­te y se equivocan o mienten. En los grabados de su ejecu­ción aparece de rodillas como si estuviera rezando, con el tronco erguido y la cabeza alta; de habérsele aplicado el hacha tendría que haber apoyado el mentón o la mejilla en el tajo y haber adoptado una postura más vejatoria y más incómoda, haberse tirado por los suelos, como quien dice, y haber ofrecido una visión más prominente de sus po­saderas a quienes desde su ángulo se las encontraran de frente. Curioso que se tuviera en cuenta la comodidad o compostura de su último instante en el mundo, y aun el garbo y el decoro, qué más daría todo eso para quien ya era inminente cadáver y estaba a punto de desaparecer de la tierra bajo la tierra, en dos pedazos. También se ve, en esas representaciones, al ‘espada’ de Calais, así llamado en los textos para diferenciarlo de un vulgar verdugo —traído ex profeso por su gran destreza y quizá a petición de la propia Reina—, siempre a su espalda y oculto a su vista, nunca delante, como si se hubiese acordado o decidido que la mujer se ahorrara ver venir el golpe, la trayectoria del arma pesa­da que sin embargo avanza veloz e imparable, como un silbido una vez que se emite o como una ráfaga de viento fuerte (en un par de imágenes ella lleva los ojos vendados, pero no en la mayoría); que ignorara el momento preciso en que su cabeza quedaría cortada de un solo mandoble limpio, y caída en la tarima boca arriba o boca abajo o de lado, de pie o de coronilla, quién sabía, desde luego ella no lo sabría jamás; que el movimiento la pillara por sorpresa, si es que puede haber sorpresa cuando uno sabe a lo que ha venido y por qué está de rodillas y sin manto a las ocho de la mañana de un día inglés de aún frío mayo. Está de rodi­llas, justamente, para facilitarle la tarea al verdugo y no poner su habilidad en entredicho: había hecho el favor de cruzar el Canal y de prestarse, y a lo mejor no era muy alto. Al parecer, Ana Bolena había insistido en que con una es­pada bastaba, ya que su cuello era fino. Debió de rodeárse­lo con las manos más de una vez, a modo de prueba.

Se le tuvo mayor miramiento, en todo caso, que a María Antonieta dos siglos y medio más tarde, a la que cuentan que se le dio peor trato en su octubre que a su marido Luis XVI en su enero, él la había precedido en la guillotina unos nueve meses. Que fuera mujer no contó para los revolucionarios, o quizá es que la consideración del sexo les pareció antirrevolucionaria en sí misma. Un teniente llamado De Busne, que le mostró cierto respeto durante la custodia previa, fue arrestado y relevado en seguida por otro guardián más desabrido. Al Rey sólo le ataron las manos a la espalda cuando llegó al pie del pa­tíbulo; el recorrido hasta allí lo hizo en un coche cubier­to, cerrado, el del alcalde de París según creo; y pudo elegir al sacerdote que lo asistió (uno no jurado, es decir, que no había jurado lealtad a la Constitución y al nuevo orden que cambiaba a diario y lo condenaba). A su viuda austriaca, por el contrario, le ataron las manos ya antes del paseíllo, que hubo de efectuar en carreta, más vulne­rable y expuesta al odio desatado en las caras y a los im­properios del gentío; y sólo le ofrecieron los servicios de un sacerdote jurado, que ella declinó educadamente. Dicen las crónicas que la educación que le faltó durante su reinado la dispensó en los últimos instantes: subió los peldaños con tanta agilidad que tropezó y le pisó un pie al verdugo, con el que se disculpó de inmediato como si tuviera esa costumbre (‘Excusez-moi, Monsieur’, le dijo).

Sobre Javier Marías

 

(Madrid, 1951) es autor de quince novelas; de las semblanzas Vidas escritas; de los relatos reunidos en Mala índole y la antología Cuentos únicos; homenajes a Cervantes, Faulkner y Nabokov, y veinte colecciones de artículos y ensayos. En 2016 fue nombrado Literary Lion por la Biblioteca Pública de Nueva York. Entre sus traducciones destaca Tristram Shandy (Premio Nacional de Traducción 1979). Fue profesor en la Universidad de Oxford y en la Complutense de Madrid. Sus obras se han publicado en cuarenta y seis lenguas y en cincuenta y nueve países, con casi nueve millones de ejemplares vendidos. Es miembro de la Real Academia Española.

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